
El irlandés, jefe de equipo de la escudería que llevó su nombre entre 1991 y 2005 -hoy Aston Martin- falleció este jueves y dejó una huella única en el paddock de la Máxima.
La Fórmula 1 moderna se maneja desde un aspecto casi solemne y señorial de sus popes. Quizás nunca faltó ese toque, pero en todo caso convivió con la postura que anidaba en la otra vereda, despojada de todo lo que tenga que ver con lo distinguido. En esta última trinchera se paraba Edmund Patrick Jordan, en realidad conocido como Eddie Jordan, que ha partido de este mundo a los 76 años.
Un excéntrico, un rockstar para muchos, de esos que ya no hay y que se extrañan en el paddock de la Máxima. Siempre muy bien rodeado por modelos despampanantes con las que se retrataba sentado en la rueda delantera del Jordan amarillo con la cabeza de serpiente en negro, que ha quedado en la retina de muchos.
En los 70, el mundo de la F1 era habitado por un inglés que fue campeón en 1976. James Hunt, que se abrió paso con un Hesketh y enseguida McLaren se lo llevó para hacerlo campeón del mundo.
James era la antítesis de Niki Lauda. Eran rivales en la pista y en la vida. El austríaco era calculador, lejano a divulgar son sus gestos qué le estaba pasando. El inglés, todo lo contrario. Era díscolo, arrollador en la pista, todo un playboy.

La referencia no es caprichosa, porque es cercana a lo que fue el irlandés. Eddie era todo lo que estaba fuera del protocolo. Sus camisas coloridas detallaban su energía, porque fue un tipo que supo sonreír desde su condición innata de líder carismático. Fue de un fleje al otro. En algún momento de su juventud se acercó al sacerdocio, mientras vivía en el mundo de las finanzas.
Hastiado de vivir con una tarea que no lo llenaba, conoció el automovilismo desde el karting y de allí no paró. Tanto fue de un parámetro a otro que aquel joven que estuvo a un paso de ser sacerdote terminó como batero de un banda de rock que él mismo creó en su momento.

Ágil para los negocios para los que tenía un ojo certero, le permitió escalar en el mundo de los fierros. Siempre había un motivo que explicaba cada movimiento. Las hermosas modelos que posaban al lado de los autos amarillos tenía un sentido: captar la atención del público, de las cámaras para que su escudería trascendiera, pese a que los resultados no eran de los mejores.
Dicho de otro modo, con su sonrisa a flor de piel, vendía ilusiones y glamour. Es que, según su concepto, sus autos eran más que bólidos tirados sobre una pista, en realidad eran una suerte de saetas que irradiaban publicidad. El combo se cerraba con su habilidad para convencer a aquellos que tenían la chequera pesada.

Eddie, con su Jordan Grand Prix no construyó grandes epopeyas, pero nadie le podrá quitar una estrella que la grabó en la piel. Con el auspicio de 7UP y Fuji Film, y el auto pintado de verde y azul, fue el primero que le abrió la puerta a un grande que dio el automovilismo del planeta. En 1991, un novato, un tal Michael Schumacher debutó en la Máxima en el Gran Premio de Bélgica, en el autódromo Spa Francorchamps.
Sin dudas resultó un gran golpe mediático, del que no tenía dimensión en ese momento, pero que después se retroalimentó con el andar del alemán en Benetton y Ferrari, posteriormente.
En ese GP belga Jordan necesitaba un reemplazo de Bertrand Gachot, quien inesperadamente había sido detenido por un incidente urbano. A los años, Jordan contó que en aquel momento, Schumi le había jurado que conocía el circuito como nadie y lo convenció. No era verdad, pero sí fue cierto que Schumacher demostró lo rápido que era, tanto que luego Benetton se lo llevó.

Con su escudería de F-1, creada en 1991, pudo hacer cumbre en su historia con el 1-2 que se hizo realidad a través de Damon Hill y Ralf Schumacher, casualmente en el GP de Bélgica de 1998 y en 1999 ocupó el tercer escalón en la Copa de Constructores.
Si bien en 2003 Giancarlo Fisichella le dio la última victoria a la escudería en Brasil, ya se había complicado el panorama. No era simple acercar patrocinadores, personal técnico y motores, lo cual motivó la debacle, hasta que en 2005, Eddie decidió vender. Pasó por varias manos y hoy Aston Martin es el descendiente de aquella escudería atrayente y glamorosa de la F1, que había hecho su cuartel general en Silverstone, de donde salió el Jordan 911, en 1991.
Nunca se despegó del Mundo F1. Si bien se dedicó a diferentes negocios (accionista del Celtic de Escocia, por caso), Eddie Jordan hizo apariciones en la BBC y Channel 4 en su momento con los derechos de TV.

Antes de sus excentricidades, el automovilismo lo tuvo en el rol de piloto. Fue campeón irlandés de karting en 1971, antes de pilotear en F3 y F2 a finales de los años 70. Luego la estación que apareció fue la Fórmula Ford y Fórmula 3; en 1978, ganó el campeonato regional de Fórmula Atlántica, desde ahíí saltó en la temporada 1979, a la Fórmula 3 Británica. Sin embargó allí se truncó su carrera arriba de un auto, ya que la falta de apoyo lo sacó de la pista.
De todos modos, para continuar en ese mundo fascinante fundó su propia escudería en 1980: la Eddie Jordan Racing. En ese equipo los jóvenes Ayrton Senna y Martin Brundle hicieron sus primeras armas, Nada más, ni nada menos. ¡Sí, por sus manos pasaron Schumacher y Ayrton!
Lejos estuvo de ser el típico jefe de equipo, porque rechazaba la solemnidad. Su pasión por el automovilismo y los negocios era acompañada por el amor por la música. Tocaba la batería y un día la vida lo puso en la misma senda que el manager de Pink Floyd, Steve O’Rourke. Ambos se subieron a un BMW M1 en Le Mans 1981 para despuntar el vicio.

Fue dueño de una sutil irreverencia, mezclada con una condición natural de estratega. Por todo ello, Bernie Ecclestone, que convivió con el irlandés durante años en el Circo de la Máxima definió con certeza a un personaje que dejó su huella. “No hay nadie en la Fórmula 1 de hoy que sea como Eddie. Era alguien que decía lo que quería, hacía lo que quería y no le preocupaba demasiado lo que la gente pensara. Y, quizás, eso sea lo que más se va a extrañar de él”.
Es que Eddie Jordan asoma como la última gran manifestación de pasión y un toque de irreverencia en la Fórmula 1.
