
En Dijon Prenois ganó por primera vez un motor Turbo de Renault con Jabouille. Y Villeneuve y Arnoux tvueron una de las batallas más icónicas de la F1.
Las coordenadas de tiempo marcan que han pasado 45 años. El 1 de julio de 1979 fue domingo, el cielo era dominado por el gris de las nubes en el circuito de Dijon-Prenois, autódromo ubicado a 12 kilómetros al oeste de la ciudad de Dijon, región de Borgoña-Franco Condado.
Allí tenía lugar el Gran Premio de Francia de ese año. La historia contiene miles de mojones que son parte del baúl de los ricos recuerdos, pero aquella carrera se tornó singular porque entregó un ramillete de emociones memoriales.
La libreta de apuntes con sus hojas amarillentas por el paso del tiempo manifiesta que en Dijon asomó por primera vez en el mundo de la victoria un motor con turbo, concebido por Renault, que con ello también accedía al bautismo triunfal como fabricante de motores para F1. Pero hubo algo más. Aquella carrera entregó, también, uno de los duelos en pista más icónicos de la Fórmula 1.
El piloto parisino Jean Pierre Jabouille hizo debutar al Turbo de Renault como ganador en la Máxima, mientras que el podio lo compartió con el canadiense de Ferrari, Gilles Villeneuve, a 14s 59/00 y su compañero de equipo en el Rombo, el también francés René Arnoux, a 14s 83/00, autores de una de las más recordadas luchas mano a mano que se recuerden.

El australiano Alan Jones (Williams/Cosworth), otro galo, Jean-Pierre Jarier (Tyrrell/Cosworth) y el suizo Clay Regazzoni (Williams/Cosworth) completaron los seis primeros puestos de la fila india. Y el récord de vuelta quedó para Arnaux, con 1m09s16/00 a 197km 802 metros logrado en la 71ª ronda.
La irrupción del motor turbo de Renault marcó un hito en la Máxima. Su aparición se dio en Silverstone, en el Gran Premio de Inglaterra de 1977, el 14 de julio, con Jean Pierre Jabouille al volante. Y coincidió con el estreno de Gilles Villeneuve en la Fórmula 1 con un McLaren, que pintó en esa ocasión el número 40.
Se trataba de un motor nunca visto y que generó una revolución tecnológica. Era un V6 de 1,5 litros de cilindrada, pero que era propulsado por un turbocompresor. Como todo movimiento innovador, existe el riesgo y que Renault decidió afrontar. De hecho, el modelo RS01 sufrió innumerables problemas desde su bautismo, lo cual llevó a la marca del Rombo a perfeccionar el impulsor turboalimentado.
No entregaba confiabilidad, la curva de potencia no era la ideal, algo así como sufre en la actualidad Franco Colapinto en Alpine, aunque con otras características de impulsor. El V6 turbo, diseñado por Bernard Dudot, no resistía la exigencia y las roturas eran frecuentes. A tal punto fue que al Renault Turbo lo etiquetaron como la “Tetera Amarilla” (Ken Tyrrell habría sido el creador de ese apodo, según cuenta la leyenda), en virtud del humo que despedía en cada rotura, al mejor estilo de un recipiente con esa infusión caliente que despide vapor.
En Renault tomaron el guante y se fueron subsanando uno a uno los problemas que iban apareciendo, a través de las pruebas que se realizaban en los circuitos galos de Castellet y Nogaró y también en Jarama (España). Y así fue que, tras dos años de un constante trabajo de superación, el éxito tomó forma de Rombo.
Aquel Gran Premio de Francia de 1979 le dio a los franceses el premio por la templanza, por creer en el proyecto y por nunca haber bajado la guardia. Jabouille, con el nuevo modelo RS10 con efecto suelo y con el aporte de las radiales de Michelin, resultó el tocado por la varita para trascender en la historia como el primer piloto en ganar con motor asistido por un turbo.

Una de las claves para romper el maleficio del arranque se dio en la conquista de las 24 Horas de Le Mans, que Renault ganó con en 1978 con Didier Pironi y Jean-Pierre Jaussaud a bordo de un Alpine A442B. A partir de allí, la marca gala destinó recursos para acelerar el desarrollo del turbo de F1.
Las raras paradojas del destino desterraron a la lógica, porque Renault, que había suministrado motores de F1 durante unos 15 años -comenzó en 1976- nunca había logrado producir un motor o auto-motor que lograra un campeonato. Ese karma se rompió recién en 1992, cuando Williams calzó el motor francés, que llevó a Nigel Mansell al título.
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Muchos sostienen, y razón no les falta, que la victoria de Jabouille quedó eclipsada por dos enormes pilotos que decoraron en su momento a la Máxima. Villeneuve y Arnoux construyeron y abrieron el manual de manejo para armar tres vueltas épicas que quedaron grabadas en las retinas de quienes asistieron a Dijon y de millones de personas que presenciaron algo increíble por TV aquel 1 de julio de 1979.
Fue una cátedra de manejo del canadiense con la Ferrari T4 impulsada por un motor de la casa de Maranello de 12 cilindros en V, y del francés con el Renault con motor turbo. Fueron al límite, al milímetro, hasta con algún aplauso, que no se sancionaba como lo es hoy, porque es parte del aderezo del automovilismo sobre el asfalto. No se guardaron nada, pero con el respeto por el otro como estandarte indisimulable.

Aquel mano a mano es una pieza única, como para ser colocada como una gema en un film. Es que Villeneuve y Arnoux lucharon por el segundo puesto, sobre todo durante las últimas tres rondas, que resultaron electrizantes. La Ferrari sufría con el caucho gastado a esa altura y el Renault empezaba a sentir que el motor ya no era el mismo. Pero los dos fueron a todo o nada, sin importarles las limitaciones. Y nosotros, agradecidos.
La Ferrari roja y el Renault amarillo y blanco giraron con las ruedas rozando una con otra. Arnoux superó a Villeneuve, luego se dio a la inversa y en el último giro del GP de Francia (la 80°) la lucha fue sin cuartel. El francés lo fue a buscar por dentro en la primera curva, aguantó por afuera en la siguiente, fueron apareados, hasta tocarse con las ruedas.
Arnaoux apenas perdió el auto por esos aplausos, pero se mantuvo firme en el segundo lugar. Sin embargo, Villeneuve sacó el último conejo de la galera: recuperó el segundo peldaño cuando sorprendió al francés por adentro.

Ya esperaba y se divisaba la bandera a cuadros y el auto rojo la recibió 24 centésimas antes que el coloreado de amarillo y blanco. Se había terminado una de las carreras que más adrenalina produjeron en la historia.
¡Una más y no jodemos más!, pedimos. No hubo una más, pero esa está guardada en la memoria, como aquel Gran Premio de Francia, que se pareció a una gran tienda de regalos mágicos.
